Fundación Pedro Navalpotro

La publicación del primer volumen del 6º Informe del Panel Intergubernamental de las Naciones Unidas para el Cambio Climático (IPCC), que han elaborado más de 300 expertos y han revisado cerca de 1.500 científicos en todo el mundo, ha supuesto la confirmación definitiva de las significativas alteraciones que está experimentando el sistema climático terrestre debido a la acción humana. Los efectos de las emisiones de gases de efecto invernadero en el balance energético del planeta son evidentes y debido a las mismas el clima terrestre está cambiando a ritmo acelerado. Después de este nuevo informe del IPCC no queda margen —si quedaba alguno— para esa doctrina de la ignorancia que es el negacionismo del cambio climático. Desde los años setenta del pasado siglo se viene señalando el problema que supone la acumulación de gases procedentes de la quema de combustibles fósiles en la atmósfera terrestre. Lamentablemente, los años ochenta del pasado siglo fueron, como ha señalado Nathaniel Rich en su ensayo Perdiendo la Tierra, una década perdida para la acción contra el cambio climático. Los seis informes del IPCC, desde 1990, han ido acumulando evidencias de los cambios que están ocurriendo en el clima de nuestro planeta y sus efectos, incorporando cada vez más complejidad en los modelos climáticos utilizados y mejorando las proyecciones sobre cómo será el clima del futuro.

En España, ya son evidentes algunas alteraciones climáticas asociadas a nuestras acciones y sus consecuencias, entre las que se encuentran la subida de temperatura media, el incremento notable de “noches tropicales”, los cambios en la cuantía e intensidad de las lluvias, la reducción de las superficies de hielo de nuestra alta montaña, los cambios en la distribución espacial de especies de vegetación y fauna, y el aumento preocupante de la temperatura del agua en los mares que bañan la península Ibérica y el archipiélago Balear, especialmente en la cuenca occidental del Mediterráneo. Estos cambios, ampliamente constatados con datos científicos, sitúan a nuestro país dentro de una de las “zonas cero” en cuanto a los efectos de cambio climático más destacados a escala mundial.

A tenor de las evidencias científicas y de los impactos del cambio climático que ya estamos empezando a sufrir, reducir la constante acumulación de gases de efecto invernadero provocada por nuestro modo de vida se está antojando como una tarea realmente difícil. No se consigue romper la tendencia en la cantidad anual de emisiones de estos gases que se emiten a la atmósfera, que sigue aumentando a nivel global pese a los avances en la descarbonización de sectores clave de la economía (como la generación de energía). El protocolo de Kioto (1998) no ha conseguido este objetivo y difícilmente lo podrá conseguir el Acuerdo de París (2015) en los próximos años. Es por ello que debemos comenzar a adaptar territorios y sociedades ante el escenario climático futuro.

Esta adaptación supone un cambio radical en pautas y comportamientos de administraciones, empresas y ciudadanos. Debemos preparar nuestras actividades económicas y ciudades para un futuro climático más cálido, con menor confort térmico, con lluvias más irregulares y con extremos atmosféricos más frecuentes. Dos elementos necesarios para el desarrollo de la sociedad ya están experimentando notables cambios y lo harán más en los próximos años: la energía y el agua. Muchos países, entre ellos España, han aprobado leyes de transición energética. La Unión Europea ha fijado unos límites exigentes de emisiones para 2030 y 2050 que nos obligan a cambiar el modelo de producción energética, apostando decididamente por las energías renovables. Agua, viento y sol son la clave de una revolución energética que ya está en marcha y que España puede liderar a nivel europeo. Más compleja está siendo la transición hacia una política del agua en un contexto de cambio climático. La Directiva Europea del Agua estableció las bases para una planificación sostenible de los recursos hídricos, apostando por la calidad del agua y la gestión de la demanda. Pero en España nos está costando asimilar esta nueva filosofía porque llevamos décadas, por no decir siglos, de política hidráulica basada en aumentar la oferta con pantanos, trasvases y explotación abusiva de recursos subterráneos.

Esta política ha derivado en que nuestro consumo total de agua no disminuya significativamente e incluso esté aumentando en los últimos años en actividades fundamentales como la agricultura (la actividad que más consume en España) pese al continuo incremento de su eficiencia, lo que se debe a que la superficie puesta en regadío no para de aumentar año tras año. Además, el contexto geográfico es complejo: diversidad de climas y de recursos hídricos, con zonas de abundancia de lluvias y áreas semiáridas con déficits crónicos de agua. Las políticas realizadas al respecto en España se han basado en transferir recursos hídricos de las regiones con superávit a las regiones con déficit con grandes obras de infraestructura como el trasvase Tajo-Segura, entre otros existentes en nuestro país. Pero en un contexto de cambio climático como el que vivimos, este tipo de trasvases dejan de ser una solución y se convierten en un problema, porque los recursos son cada vez menores y las posibilidades de realizar transferencias se restringen, generando tensiones entre territorios de las cuencas donantes y receptoras que suelen culminar en conflictos y “guerras del agua”.

En España, el agua es, en efecto, dominio público hidráulico, pero, en primer lugar, pertenece a los territorios por donde circula. Es por ello que las cesiones requieren de consenso pleno entre las partes implicadas, lo que por otra parte es lo deseable en las sociedades democráticas que buscan el bien común. Nunca la imposición o la mención a unos derechos adquiridos en épocas anteriores, cuando no había efectos del cambio climático, puede utilizarse como argumentos para mantener un statu quo que va a ser imposible de sostener en el futuro. No sólo porque el clima que tendremos no lo va a permitir sino porque la gestión del agua en sectores clave como la agricultura sigue basándose más en buscar nuevos recursos que en moderar la demanda total del consumo de agua. España necesita un nuevo esquema de planificación hidrológica adaptado a sus condiciones climáticas actuales y futuras, que además no resultan nada halagüeñas.

Han pasado 20 años desde la aprobación del último Plan Hidrológico Nacional y en este intervalo la evolución del clima terrestre y sus manifestaciones regionales en nuestro país obliga a reformular su política hidráulica. Ésta debe apostar por el uso sostenible de recursos propios en cada cuenca y, en caso de no ser suficientes, por el aprovechamiento de aguas depuradas y desaladas, en este orden. En España seguimos sin reutilizar gran parte de las aguas regeneradas que se producen en las estaciones de depuración. A modo de ejemplo, apenas reutilizamos, en su conjunto, un 10% del total de aguas depuradas en España (con matices regionales, ya que en zonas como la Comunidad Valenciana o Murcia hacen un uso más intensivo de estos efluentes). Y en muchas de nuestras áreas costeras y en las islas, el agua desalada tendrá que ser considerada como un recurso hídrico primordial a lo largo del presente siglo. Eso sí, es imperativo mejorar la eficiencia energética de la desalación y descarbonizar mediante el uso de energía renovable en las desaladoras existentes y futuras, así como reducir el impacto ambiental que genera la salmuera que producen. Las energías renovables, la investigación y el desarrollo tecnológico sin duda contribuirán a hacer de la desalación una opción más económica y ambientalmente sostenible. Y junto a ello hay recursos de agua posibles que deben incorporarse al esquema de gestión, especialmente en las zonas semiáridas españolas, como las aguas pluviales y las almacenadas en tanques de tormenta. Es, en este caso, una vuelta a las tradiciones hídricas que dejaron de funcionar hace décadas, pero con las técnicas y el conocimiento actuales.

Afrontamos una década decisiva para la mitigación y adaptación ante el cambio climático. Lo que no se haga o se inicie al respecto en estos próximos años será tiempo perdido que incrementará los impactos negativos del cambio climático en España. El agua es un elemento básico para el desarrollo de las sociedades, pero en su condición terrestre es un recurso limitado y, en España, lo será más en el futuro. De ahí la necesidad de adaptar el discurso y la acción de la planificación hidráulica al nuevo contexto climático, que va a ser más cálido y con mayor irregularidad en sus lluvias. El próximo —y necesario— plan hidrológico es una excelente oportunidad para ello. Y no hay tiempo que perder.

Jorge Olcina es catedrático de Geografía de la Universidad de Alicante y comisionado de la Generalitat Valenciana para el Plan Vega Renhace.

Fernando T. Maestre es investigador distinguido de la Universidad de Alicante y premio Jaume I en Protección del Medio Ambiente 2020.

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